Una de las muchas cosas buenas que tiene cumplir años -además de la más importante: que sigues vivo- es que amplías tu capacidad para observar la realidad presente de manera comparativa con el pasado, con otras realidades ya vividas, que te permiten una mirada crítica, más analítica, más desapasionada y, por tanto, más objetiva, más próxima a cierta verdad (nunca a la verdad absoluta).

Adquirir amplitud de miras te lleva a descubrir que el tiempo tiene el aroma del “eterno retorno”, como decía Nietzsche, y que nuestra percepción nos lleva a concluir, en ese discurrir existencial, que muchas cosas responden a patrones que tienden a repetirse. Pero lo cierto, en mi opinión, es que es tan sólo percepción, y como toda percepción está contaminada por los velos de los prejuicios, las vivencias, la educación, la moral, la ética, la ideología, etc. En definitiva, creemos que determinados acontecimientos se repiten de forma cíclica, al menos en lo esencial. Y en parte es cierto -en eso de lo “esencial”- pero no tanto en lo circunstancial. Como señala el pensamiento taoísta, la realidad está en constante cambio, en un estado de mutación permanente, en un presente continuo en el que todo se crea ex novo para diluirse casi en el mismo instante: no somos los mismos que hace diez años, pero tampoco somos los mismos que hace diez minutos.

Crisis económicas: el artefacto

Pues bien, con este preámbulo quizás algo filosófico lo que pretendo es contextualizar la siguiente idea: las crisis económicas y sociales, en esencia, se repiten de forma cíclica a lo largo de los años. Sin embargo, son distintas en su manera de presentarse, dotadas de un aggiornamento que a ojos de la ciudadanía las hace diferentes unas de otras, en apariencia, pero en esencia son iguales. Lo son porque están diseñadas para lograr tres objetivos muy concretos: enriquecer a las élites económicas, modificar o asentar -según el contexto histórico- el modelo capitalista de libre mercado, y hacerlo todo ello a partir de la extracción de recursos (del trabajo y directamente económicos) a los trabajadores y las trabajadoras.

Mi sensación, pasados los años, es que la economía -mal llamada ciencia, porque no lo es- a poco que la analices se revela como un artefacto del Capital para intentar justificar de manera académica, con argumentos de autoridad, las estafas y las trampas masivas de las que somos víctimas con cada una de las crisis que se suceden. Si volviéramos a ser niños, la economía vendría a ser la razón que te da el matón del patio del colegio cuando te roba las galletas del desayuno, que con tanto cariño te ha preparado mamá o papá, para comérselas él.

Inflación y tipos de interés: ¡Dame tu dinero!

Veamos el ejemplo con la actual crisis. Una crisis que se sostiene sobre dos elementos: la inflación de precios y el incremento bestial de los tipos de interés. La economía intenta hacernos entender a nosotros, panda de ignorantes, que los precios de las cosas (los bienes) y de los servicios pueden subir porque sí. Y para ello se dotan de infinidad de argumentos y causas que tienen como consecuencia eso: que los precios suben una barbaridad y tú te jodes y pagas. Respecto a los tipos de interés, lo mismo: ¿Alguien me puede explicar por qué si yo cierro un acuerdo, un contrato, con un banco (un prestamista) por el cual me presta un dinero y me comprometo a devolvérselo en un plazo cerrado de tiempo y con un interés determinado (la plusvalía que tiene el negocio bancario, como cualquier negocio) durante el desarrollo de este “juego” me cambia las reglas, y si antes pagaba “x” cada mes, ahora tengo que abonar “x” multiplicado por dos? ¿Qué cojones ha pasado? ¿Qué ha cambiado?

Echemos la vista atrás. ¿Por qué la crisis de 2008, la llamada Gran Recesión, que tuvo entre sus causas la confluencia de tres burbujas (la del sector inmobiliario, de la construcción y la burbuja financiera) se alimentó de forma consciente, en base a la ley de la oferta y la demanda, a precios disparados de la vivienda, a créditos masivos con alto riesgo, a la dinámica perversa de un mercado que se autorregulaba para terminar culpando a las personas trabajadoras de su fatal destino por sus ansias de vivir por encima de sus posibilidades? ¿Quién consintió? ¿Por qué no se paró aquel in crescendo que llevaba a la clase trabajadora al abismo? Porque no interesaba, porque el plan era precisamente ése.

Élites extractivas, trabajadores pobres

Si seguimos hacia atrás, con la crisis de deuda de los años 80, la crisis del petróleo de los años 70, la Gran Depresión de los años 30… veremos que siempre se cumple el patrón antes descrito: los ricos, más ricos; los trabajadores más pobres; los sueldos más raquíticos, los servicios sociales más precarios. En serio: ¿Alguien puede explicar por qué un gran número de empresas está ganando más dinero que nunca pero los sueldos no pueden subir por no sé qué polladas de la “espiral inflacionista”? Palabrería, cháchara, trilerismo de economistas.

El modelo en el que vivimos se reproduce de manera infinita y cada vez más sofisticada, y nos lleva a una conclusión: las élites extractivas conceden períodos de bonanza económica para que la productividad de los recursos humanos de toda una sociedad se rentabilicen, a cambio de una percepción de bienestar que, cuando alcanza su cénit, se quiebra mediante un instrumento artificial llamado crisis económica que les devuelve a su natural estado de precariedad, agonía e incertidumbre. Es decir, se les vuelve a someter.

Es como una granja porcina con apariencia de sostenibilidad: los cerdos campan a sus anchas por verdes dehesas, comen pastos de alta calidad y bellotas a gogó, y cuando están a punto, se les sacrifica para extraer lo mejor de ellos.

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