La novela “La conjura de los necios”, de John Kennedy Toole, lleva como epígrafe la siguiente frase de Jonathan Swift: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, se le puede reconocer por este signo: que todos los necios se conjuran contra él”. Esta frase puede ilustrar lo que sucedió ayer en la sede de la soberanía nacional: cuando una buena idea surge en política, sabemos que lo es porque todos los necios se conjuran para que no prospere.

La votación de ayer en el Congreso de los Diputados contra la tramitación de la ley para reducir la jornada laboral a 37,5 horas semanales representa mucho más que un rechazo parlamentario. Es un rechazo a mejorar la vida de las personas y revela una inquietante paradoja: una medida que beneficiaría de forma directa a millones de trabajadores y trabajadoras, que mejoraría la productividad y situaría a España a los estándares europeos en conciliación laboral, ha sido bloqueada no por razones técnicas ni económicas, sino por la lógica mezquina de la oposición destructiva.

Cuando una buena idea surge en política, sabemos que lo es porque todos los necios se conjuran para que no prospere.

Reducir el tiempo de trabajo sin pérdida de salario no es una ocurrencia laboral, económica o sindical, es una consecuencia del devenir natural de una sociedad que avanza. La evidencia –avalada por diversos estudios y experiencias prácticas en distintos países europeos– muestra que jornadas más cortas se traducen en mayor capacidad de concentración, menos absentismo, más salud laboral y, en consecuencia, mayor productividad. Es una apuesta por la modernización del mercado laboral y por la conciliación entre trabajo y vida personal. Es también una forma de repartir de manera más equitativa el progreso tecnológico, que en lugar de intensificar la explotación debería permitir vivir mejor con menos horas de trabajo. Pero todo esto, las señoras y “señoros” diputados de las derechas, ya lo saben.

La derecha española y la catalana han optado, una vez más, por utilizar a las personas trabajadoras como rehenes de su estrategia de desgaste y chantaje al Gobierno de la nación.

Y a pesar de ello, PP, Vox y Junts han optado por el boicot, bloqueando, incluso, la posibilidad de debatir el texto. Su rechazo no responde a un análisis serio del impacto de la medida, sino a un cálculo estrictamente político. La derecha española y la catalana han optado, una vez más, por utilizar a las personas trabajadoras como rehenes de su estrategia de desgaste y chantaje al Gobierno de la nación. En lugar de discutir cómo mejorar el contenido de la ley, han decidido negarse a su tramitación para impedir cualquier avance social que ellos no puedan rentabilizar en clave electoral o que implique una mejora en la reputación del Gobierno.

Junts o la política de tierra quemada

El caso de Junts –hermanado en esta votación con la derecha y la ultraderecha española– bien merece un aparte. Un partido que se presenta como defensor de los intereses de Cataluña se pliega sin matices a los dictados de las asociaciones empresariales y vota contra una medida que cuenta con un respaldo social mayoritario, incluso entre sus propios votantes. A Junts no le preocupa el bienestar de la ciudadanía española –ya se esmera su portavoz Miriam Nogueras, con su habitual tono despreciativo, en recordarlo periódicamente en el Congreso–, pero tampoco le interesa la ciudadanía catalana. A Junts le preocupa el bienestar de las élites económicas que ven en la reducción de jornada una amenaza a su modelo de precariedad rentable. Que nadie se me ofenda pero, visto lo visto, pudiera ser que Junts termine siendo a Cataluña lo que Vox a España: ultraliberalismo disfrazado de pragmatismo, xenofobia larvada en su discurso identitario y una actitud de acoso y chantaje permanente hacia el Gobierno más progresista de la historia de nuestra democracia.

A Junts le preocupa el bienestar de las élites económicas que ven en la reducción de jornada una amenaza a su modelo de precariedad rentable.

La paradoja es que una iniciativa legislativa con beneficios tan claros para la mayoría –y que desde UGT seguiremos reivindicando en todos los frentes– se frustre por intereses tan mezquinos. Lo que se bloquea no es solo un proyecto legislativo, sino la posibilidad de avanzar hacia un país más justo, más moderno y más equilibrado.

El mensaje que se lanza a la ciudadanía es nítido: cuando se trata de elegir entre el bienestar de los trabajadores o la oportunidad de debilitar al Gobierno, las derechas siempre eligen lo segundo. Nada nuevo. Es el resultado del clima político que vivimos desde hace años, la consecuencia del envilecimiento de la política por el matonismo dialéctico de los de siempre.

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