En los últimos años, estamos asistiendo a un fenómeno que, aunque pudiera parecer muy de nuestro tiempo, siempre estuvo ahí (sobre todo si repasamos la historia del siglo XX). Y es que una parte de la clase trabajadora está siendo seducida por discursos ultraderechistas que se presentan en defensa de “la gente corriente”, cuando en realidad funcionan como instrumentos, sutiles o burdos, al servicio de los intereses que, históricamente, han despreciado cualquier avance para las personas trabajadoras. Y lo más grave es que esos discursos están logrando penetrar en entornos donde, a priori, habrían sido recibidos con una mezcla de incredulidad y rechazo; pero el contexto (político, económico, social) determina, una vez más, su acogida. Si esto sucede es, quizás, porque se han difuminado ciertos aspectos del discurso progresista, porque han perdido nitidez; o quizás es que no se han sabido articular mensajes convincentes o entendibles para una parte de la ciudadanía. En este punto, la manipulación de una ultraderecha que cuela sus mensajes con la trampa del “sentido común”, aliñándolos con un falso “obrerismo” que no es más que un disfraz ideológico, se cobra resultados en forma de votos.

Lo emocional gana a lo racional

Ese “obrerismo” impostado, fake, proclamado por portavoces ultras que jamás han pisado un tajo ni han negociado un convenio, funciona porque mezcla medias verdades con sofisticadas mentiras, porque apela a emociones que por algún motivo la izquierda política no está sabiendo desactivar o responder, y porque ofrece una narrativa simplona para explicar problemas complejos.

Una parte de la clase trabajadora más desfavorecida encuentra en la ultraderecha no una propuesta económica convincente, sino un refugio emocional en el que sentirse reconocidos, aunque sea bajo un relato radicalmente tramposo.

La ultraderecha recurre a tópicos cuando habla de los “olvidados”, de los “españoles de a pie” o de «los que madrugan”. Son eslóganes muy meditados, destinados a conectar con la sensación —a veces real, a veces alimentada artificialmente— de abandono que muchos trabajadores y trabajadoras experimentan desde la precariedad, la incertidumbre y las distintas crisis que han ido erosionando sus economías domésticas y el bienestar social. En ese caldo de cultivo, es fácil presentar al migrante, al feminismo, al ecologismo o a los representantes políticos democráticos como responsables de un malestar que tiene causas económicas estructurales y no culturales, pero que resulta más rentable manipular en términos identitarios e ideológicos.

Un fenómeno global

Este desplazamiento de la clase trabajadora hacia posiciones reaccionarias no es una anomalía española. Acabo de releer estos días algunos fragmentos de “Manifiesto Redneck”, de Jim Goad [Ed. Dirty Works], que explica –desde un enfoque desacomplejadamente sesgado– cómo amplios sectores obreros en EE.UU. llevan décadas acumulando resentimiento, una mezcla de orgullo herido y sentimiento de estafa histórica que los ha vuelto vulnerables a quienes les ofrecen una identidad fuerte en un mundo que les niega casi todo lo demás. Goad analiza esa radicalización y muestra cómo la clase trabajadora blanca —tras generaciones de sacrificios, humillaciones silenciosas (hillbillys, rednecks) y promesas incumplidas, en su opinión— acaba abrazando discursos que no resuelven sus problemas materiales, pero sí les devuelve, al menos simbólicamente, un lugar en el mundo, o una identidad, un sentimiento de pertenencia a algo (aunque no se sepa muy bien qué). Y algo de eso se está reproduciendo aquí, en España y Europa, cuando una parte de la clase trabajadora más desfavorecida por las circunstancias encuentra en la ultraderecha no una propuesta económica convincente, sino un refugio emocional en el que sentirse reconocidos, aunque sea bajo un relato radicalmente tramposo, falsario.

¿Qué está fallando?

Conviene preguntarse, por tanto, qué está fallado cuando partidos que históricamente surgen del movimiento obrero tengan dificultades para atraer, o interpelar, a quienes viven de un salario precario o no llegan a fin de mes. ¿Es un problema de comunicación, una vez más, o es algo más complejo? No hay una respuesta unívoca, obviamente.

El Gobierno ha logrado grandes avances con sus políticas sociales para mejorar la vida de las personas, pero aún hay segmentos de población que no perciben, en su precaria cotidianeidad, los resultados de esas políticas.

La izquierda está teniendo dificultades evidentes para adaptar su discurso al contexto, el cual se nutre de todo el fango vertido desde la oposición —política, mediática y judicial— para enmierdar el clima político y aderézalo con ese mal sistémico y transversal llamado corrupción, que no logramos extirpar de la vida institucional de este país. Los líderes progresistas se han enredado muchas veces en marcos conceptuales que, siendo legítimos, carecen de tirón emocional en quienes están preocupados, principalmente, por llegar a fin de mes, o acceder a una vivienda, o tener un trabajo con un sueldo digno. Pero reducirlo todo a un problema de comunicación y mensaje sería un análisis simplista. También ha habido errores estratégicos y a la hora de distinguir entre lo urgente y lo importante. En este sentido se han podido orillar ámbitos en la agenda progresista que influyen directamente en la vida material de las personas, en sus recursos y su calidad de vida, y ha sido ahí donde la ultraderecha ha encontrado oportunidades para ofrecer de boquilla lo que la izquierda no ha sabido priorizar de manera suficiente a través de una escucha más directa, a pie de calle, y una respuesta más temprana (lo urgente).

El papel fundamental de las organizaciones sindicales

En este contexto, el sindicalismo permanece como una estructura que sí está en contacto directo con el trabajador y sus problemas, a través de ese sindicalismo de proximidad que representan sus delegados y delegadas en los centros de trabajo. El movimiento sindical continúa haciendo lo que siempre ha hecho: defender el salario, negociar la jornada, frenar abusos empresariales, pelear cada derecho y estar presente allí donde se genera riqueza (en las empresas) para favorecer un reparto equitativo en forma de salarios justos. Y esa presencia constante tiene hoy un valor político fundamental, porque la batalla que se está librando no es solo económica, sino cultural. La ultraderecha ofrece épica, enemigos nítidos –entre los que estamos los sindicatos, mucho ojo– y soluciones mágicas; el sindicalismo ofrece certezas, conquistas reales (y palpables), y un horizonte de dignidad para las personas trabajadoras. No es casual que los ataques contra los sindicatos se hayan intensificado: son, precisamente, un muro que impide que la mentira ultra termine de penetrar.

Profundizar en las políticas sociales y económicas

Si la clase trabajadora termina votando contra sus propios intereses, alguien gana, sí, pero desde luego no serán los más desfavorecidos por las circunstancias. Porque lo cierto –y más frustrante– es que el Gobierno progresista de coalición ha logrado grandes avances con sus políticas sociales para mejorar la vida de las personas, pero aún hay segmentos de población que no perciben, en su precaria cotidianeidad, los resultados de esas políticas. Y es ahí donde la ultraderecha está encontrado un caladero de potenciales votos.  

Los líderes progresistas se han enredado en marcos conceptuales que, siendo legítimos, carecen de tirón emocional en quienes están preocupados por llegar a fin de mes, acceder a una vivienda, o tener un trabajo con un sueldo digno.

Los partidos progresistas deben evitar entrar en las trampas conceptuales que le lanzan las derechas y volver a situar el salario, el empleo, la vivienda, la desigualdad y los servicios públicos en el centro de su discurso, no como fórmulas retóricas para reivindicar lo que ya se ha hecho, sino como compromisos vigentes que ofrezcan resultados urgentes para los ciudadanos que se sienten víctimas de la precariedad.

El objetivo pasa por desenmascarar a una ultraderecha que se ha travestido con propuestas que jamás defenderá en el Gobierno, porque no forman parte de su ADN ni de su proyecto, sino de una estrategia diseñada para estafar a unos trabajadores y trabajadoras –muchos de ellos jóvenes– que, cuando llegue el momento, descubrirán con indignación que de lo suyo, nada de nada.

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